PHILOSOPHY

RAÍCES RITUALES DE LA DANZA Y SU RELACIÓN CON LO SAGRADO.
TESIS DOCTORAL
Presentada por:
Miguel Ángel Ponte Mosteiro
Bajo la dirección de la Doctora:
María Fernanda Santiago Bolaños
Madrid, 2015

6._Conclusiones.

A lo largo de todo el apartado de mitología comparada hemos visto la relación de la danza con la mitología y la religión de varias culturas, la clásica, la celta y la yoruba. Además hemos abordado también un capítulo en el que hemos tratado brevemente otras tantas, como la azteca por ejemplo. Y durante todo este recorrido a lo largo del globo terráqueo, cultura tras cultura, hemos podido ver que la danza se conformaba como actividad sagrada en todas ellas.

Tanto los pueblos de la antigüedad como las tribus o sociedades que se mantienen vivas en el presente, con religiones y creencias similares a las de antaño, las cuales han mantenido un fuerte apego a la naturaleza, han usado la danza como una herramienta de comunión con sus dioses y con su entorno. Repasemos brevemente el contenido de estos apartados de mitología para ver más concretamente a que nos referimos cuando afirmamos que la danza es un elemento sagrado para ellas.

En la religión griega, la danza no solamente era ejecutada por los seres humanos en las ceremonias y los ritos de paso, sino que a través de muchos de sus mitos podemos comprobar que le había otorgado la categoría de actividad divina. Sus dioses, y otros tantos personajes de carácter sobrenatural que pueblan su mitología gustaban de entregarse al acto de danzar. Grecia era un pueblo que mantenía una marcada inclinación a las artes, y poseían un panteón extenso, en el cual no faltaron deidades dedicadas a cada una de las artes, la música, la poesía, la tragedia, etc, y la danza no quedaría huérfana de protectora propia. La musa Terpsícore sería su deidad protectora. Pero no solamente ella se embelesaría con la danza, sino que muchos otros personajes divinos como Apolo, Afrodita o las Horas por ejemplo lo haría también, tal y como la Ilíada, la Odisea y otros tantos relatos y fábulas griegas nos muestran.

La danza fue tan importante para el pueblo de la Grecia clásica, e incluso para sus habitantes anteriores que transportó míticamente sus primeras manifestaciones al momento de la creación. Recordemos el mito pelasgo de la creación que Graves nos relata:

[…], la Diosa de Todas las cosas surgió del Caos, pero no encontró nada sólido en qué apoyar los pies, y en consecuencia separó el mar del firmamento y danzó solitaria sobre sus olas […].

A continuación nos relata cómo a partir de esta danza comienza la obra creativa de esta diosa: Eurínomo. Todo esto nos demuestra quizás que ya los griegos se habían hecho conscientes del carácter dinámico de la existencia, y por tanto, de la importancia del movimiento. Al fin y al cabo, fue consecuencia del viento generado cuando la diosa bailó hacia el sur que se dio a la tarea de crear, precisamente por haber comenzado a moverse.

De cualquier modo, la danza aparece en la mitología griega como una actividad usada con fines bélicos: las danzas pírricas. Para reforzar esta afirmación debemos retomar el mito en que los Curetes danzan alrededor del padre de los dioses olímpicos (Zeus), batiendo sus lanzas y sus escudos, haciendo ruido, para así protegerlo de la demonizada figura de Cronos, su padre. Frazer, en su libro La rama dorada nos revela que también en Roma la danza poseyó esta bélica característica, pero esta vez realizada por seres humanos, en un rito y con un fin práctico, aunque por un medio mágico. Los Salii, los sacerdotes danzantes de Marte -primeramente deidad de la vegetación y no de la guerra-, expulsaban al dios Marte del año anterior con el fin de renovarlo, y que llegara así fresco uno nuevo para las cosechas venideras. En resumen, a través de sus danzas, echando a golpes al Marte del año que había pasado, exorcizaban lo viejo para que llegara lo nuevo.

En la cultura griega, nos encontramos también la danza como elemento indispensable en los ritos de paso, como por ejemplo la danza de la grulla o cordax, realizada durante el rito de paso de la adolescencia a la edad adulta. Esta danza, se corresponde a su vez con la que realizó Teseo al salir del laberinto, ayudado por el ovillo de lana que Ariadna le había regalado. De la misma manera, la danza fue para este pueblo un elemento de comunicación con sus deidades y con el cosmos, ejecutada tanto en honor de sus dioses como por ejemplo en petición de lluvias al final del período estival: la danza de la novilla, correspondiente al mito de persecución de Ío por parte de Hera, sobre el cual ya hemos hablado más profundamente. No obstante, se realizaban danzas también alrededor de aquellos lugares considerados sagrados -aquellos que eran llamados omphalos-, en honor de las deidades a las cuales eran atribuidos, como por ejemplo el Kalichoron o pozo de las danzas hermosas. En este pozo, se decía que la diosa Deméter se había sentado a descansar durante la búsqueda de su hija Perséfone: la Coré. (416 GRAVES, Robert: Los mitos griegos I, Cit., pág. 29.)

Muchas más culturas se han entregado a la danza con fines mágicos, religiosos o espirituales. Los celtas concretamente, hemos visto que solían danzar en torno a las hogueras que prendían en los días festivos a modo de celebración, como bien podría ser el renacer de la luz, y por tanto de la fertilidad en el equinoccio de primavera, o en el solsticio de verano, celebrando el momento de máxima intensidad lumínica del año. Estas hogueras poseían para ellos además un poder purificador, mientras se danzaba alrededor de las piras, iban saltando por sobre las llamas para quedar libres de las malas energías o de los malos espíritus.

Además de todo esto, el igual que el pueblo griego, los celtas se entregaban a la danza con fines de exorcismo, en particular el día de Samhain. En este día, en Irlanda, como a hemos dicho, muchas personas realizaban danzas mientras estaban enmascaradas para confundir a los sluagh -espíritus malignos- y no ser molestados ni importunados por ellos, en la creencia de que si se vestían así estos malintencionados seres pensarían que estaban muertos. No obstante, la danza se realizó también como elemento de invocación a ciertos espíritus, como la hadas por ejemplo. Las doncellas en edad casadera solían bailar alrededor de los lugares donde se creía que moraban estos seres, con la finalidad de pedir bien fuera un marido digno o la fertilidad necesaria para quedar encintas. Con el mismo carácter invocatorio y de comunión con los dioses, es ejecutada la danza aun a día de hoy por la cultura yoruba, así como por la parte de ella que llegó al otro lado del Atlántico por causa de la trata de negros durante la colonización. En las festividades de esta religión, como bien hemos visto ya, la danza cumple un triple función: la unir la conciencia de cada individuo y establecer un ambiente grupal, la de clamar por la atención de las deidades, y la de ser el propio indicador de la presencia de los Orishas, pues como bien nos relata Raul Navarro en El rito negro de la macumba -material citado en el capítulo correspondiente-, cuando un Orisha cabalga a su caballo, los movimientos comienzan a mostrarse completamente extáticos.

La mitología yoruba, al igual que los otros dos sistemas mitológicos, posee relatos en los que los Orishas danzan, tanto por el placer de hacerlo como con diferentes propósitos mágicos. Recordemos el patakí -mitos yorubas- en el que los Ibeyis, los hijos de Shangó y Oshún se turnan mientras uno toca el tambor y otro danza para obligar a Olosí -el diablo de la religión- a frenar en su fechorías contra los humanos, ya que mientras tocara el tambor uno de los dos poderosos gemelos, este no podría dejar de bailar tampoco.

La danza es, no solamente para los fieles de esta religión un elemento importantísimo en sus ceremonias, sino también para sus deidades, pues gustan de danzar, como ya hemos indicado, cada vez que se encarnan en alguno de sus caballos, y cada uno de ellos posee además sus danzas características, sobre las cuales ya hemos tratado ampliamente. Una prueba de esta enorme importancia de la danza para esta religión es el dato que nos ha ofrecido Fernando Ortiz, sobre el ostracismo al que serían sometidos los bataleros -músicos que tocan los tambores rituales, llamados Batá-, en el caso de que no fuesen capaces de complacer a un Orisha en su deseo de danzar ciertos ritmos.

A lo largo del apartado de mitología comparada, hemos tratado también acerca del uso de la danza como elemento mágico que puede intervenir en la fertilidad de los campos. Tanto los Kayanos de Borneo, como algunos pueblos de Brasil y diversas zonas de Europa, han ejecutado danzas tanto para el alejamiento de los espíritus que arruinaban las cosechas, así como para propiciar el buen crecimiento del grano, indicándole mediante saltos, a que altura debía llegar.

También hemos visto que la danza era un elemento de adoración y honra a las deidades, no solamente en las tres anteriores mitologías, sino además en otras tantas, como la cultura azteca, las poblaciones indígenas norteamericanas, como las tribus sioux por ejemplo, la población Kalash de Pakistán o los Derviches, entre muchos otros.

Dejando a un lado el componente mitológico, y tratando sobre la danza desde un óptica un tanto más antropológica y filosófica podemos establecer que la danza ha conectado no solamente al ser humano con los arquetipos que representan a sus divinidades, sino también consigo mismo y con su entorno, pudiendo escapar de este modo de las preocupaciones diarias y huyendo de la cotidianidad, sintiéndose libre de los tormentos esenciales que le acechaban. Expliquémonos.

La danza ha funcionado para el ser humano desde tiempos ancestrales, como una poderosa máscara ritual, un elemento ontológico mediante el cual trascenderse a sí mismo. Una vez que nuestros más remotos antepasados comenzaron a humanizar tanto el espacio como el tiempo, comenzaron también la tarea de poblar el mundo con un sin fin de seres sobrenaturales: los dioses y otros tantos tipos de espíritus; unos seres que dominaban los fenómenos naturales, muchos de los cuales le fascinaban o temían. Pero estos seres, al igual que lo que el ser humano pretendió al crearlos, lo cual no fue otra cosa que trascender su propia existencia inmediata, estaba más allá de la realidad física y material, aunque fuertemente fundamentados en ella. Estos seres y su realidad, hemos dicho ya que ofrecían al ser humano la promesa de un mundo en el que dejar de sentirse solo como especie racional y alienada de la naturaleza. A través de diversos ritos en los cuales, – atendiendo a diversos hallazgos arqueológicos, además de por observación de poblaciones que viven todavía de forma similar a los primeros pobladores de nuestro planeta-, se encontraba la danza, podía sentirse de nuevo, aunque solamente fuese por unos instantes, verdaderamente integrado, uno con el cosmos.

Además de todo esto, podía de esta manera acceder también a esa realidad divina con otras finalidades, y mediante ofrendas y sacrificios, en la creencia de que podía “manipular” la realidad física a su conveniencia, haciéndose así la existencia más llevadera. Podemos recurrir a las pinturas rupestres sobre cacerías, acerca de las cuales nos habla Ernest Gombrich en su libro Historia del arte -gran historia del arte de nuestro tiempo-, en las cuales nos revela que podían poseer la función de herramientas mágicas para que la cacería concluyese de forma satisfactoria. Si en la representación el animal caía muerto, en la realidad concluiría de la misma manera. Sin embargo, esta no era la única forma de representar tales intereses. La danza en su poder de figuración, esto es, destinada a representar hechos e ideas cumplía también con estas funciones, con danzas sobre cacerías en las cuales uno de los miembros de la comunidad se disfrazaba de presa.

La experiencia de integración en el espacio y en el tiempo que reclama la danza por parte del ser humano es de tal índole, por la gran atención que requiere para la realización correcta de los pasos, así como por el olvido de la conciencia de uno mismo en el intento de representación, que el ser humano hizo del espacio ritual y del tiempo en el que se realizan estas danzas, un lugar sagrado, in illo tempore, un lugar tras el velo de la realidad cotidiana, allí, en el mundo de los dioses. En ese lugar, el ser humano mediante atuendos rituales, danzas y otros procedimientos mágicos, creía que podía realizar cualquier cosa, hasta convertirse él mismo en la deidad representada. Durante todo este proceso, era capaz de olvidar por unos instantes la fragilidad y las limitaciones de su existencia y su incansable lucha contra los elementos, ofreciéndole la posibilidad de sentirse libre y omnipotente.

Tal es el poder de la figuración.

Hablar de figuración nos devuelve directamente al concepto de máscara. Y si esta, como elemento físico constituía un soporte gracias al cual simbolizar los rostros de los dioses y algunas de sus características, el movimiento que pretendía simbolizar su comportamiento o su ser esencial durante las danzas, ofrecía al ser humano la experiencia psicológica, por una suerte de catarsis mística, la posibilidad empírica de ser él mismo el propio dios, de transportarse a través del gesto más allá de donde la palabra no puede, de trascenderse a sí mismo y a su propia realidad. Podía convertirse a sí mismo durante el desarrollo de este proceso en el fruto de sus anhelos, así como también podía sublimar sus peores temores existenciales.

El ser humano ofrecía en aquellos tiempos y ofrece todavía en algunas culturas, como hemos visto en la yoruba, diversos tipos de ofrendas y sacrificios a sus deidades. De la misma forma que tanto Freud como María Zambrano, aunque ambos tengan diferentes enfoques a veces incluso enfrentados, han reconocido el sacrificio con una forma de socialidad con estos seres, de comunión entre el ser humano y los dioses. Sin embargo, en el presente de las sociedades desarrolladas industrial y tecnológicamente, lo divino ha quedado fuera de toda realidad. El sacrificio dentro del arte pues, debe ser asimilado a un acto de identificación o enfrentamiento con las ideas y experiencias que se derivan del trato con los arquetipos. El sacrificio actual, el enfrentamiento con esas poderosas imágenes que desnudan al ser humano en esencia, y que le permiten reconocer lo que verdaderamente sucede en sus adentros más profundos, le otorgan la capacidad de sublimar los bloqueos psicológicos en asuntos de carácter más o menos espiritual u ontológico, que hoy en día, este tipo de sociedades industrializadas, por su ritmo de vida se hace una tarea prácticamente inabordable. Estas imágenes arquetípicas que despiertan fuertes emociones comunes a muchos individuos, permiten al ser humano reconocerse y asociarse psicológicamente como parte de una masa, de un grupo social unido, en medio de un modo de vida actual que pulsa por individualizarle a cada instante.

Por tanto y como ya hemos dicho, si transportamos la idea de sacrificio al mundo del arte, concretamente al mundo de la danza, y hacemos de lo que representaban esos seres sobrenaturales o arquetipos, podemos establecer que tanto el sacrificio como el contacto directo con esas ideas ancestrales es la purgación y la catarsis con la propia idea o personaje a representar sobre la escena, esa catarsis que obliga al artista a dejar parte de sí en la escena, que le obliga a enfrentarse en muchas ocasiones a sentimientos que carcomen al ser humano por dentro, que le atormentan a él mismo también, que le hacen estremecerse durante el transcurso de la representación. No es ya el sacrificio para un dios en favor de uno mismo, sino un sacrificio de uno para sí mismo y para el resto de los que lo contemplan, que por una suerte de empatía son capaces -los espectadores-, de hacer de la representación un proceso interno.

Todo esto se da en casi todas las artes, pero de una manera especial en la danza, pues a través del gesto, utiliza un vocabulario figurativo, con un carácter más metafísico, pues es el propio cuerpo el que habla desde el centro de su ser, de su espíritu. A través de las imágenes y las sensaciones ofrecidas por el cuerpo en movimiento, tanto el espectador como el artista en su proceso catártico se liberan de su ser intelectual, “sobrerazonador”, y se atreven a soñar, a simplemente ser. Se trata, haciendo referencia a las palabras de Freud, en las que compara al artista con un ensalmador, de un conjuro que arrastra al espectador al terreno de la representación, y que por una suerte de identificación contemplativa le hace posible empatizar con lo que sucede en la escena.

A través de las teorías tanto de Sigmund Freud como de Carl Jung, hemos sido capaces de comprender el papel compensador de los sueños en la vida del ser humano. Los sueños, al igual que los mitos, hacen uso de los arquetipos, aunque en ellos el factor personal los amolda para una mayor eficacia en el soñante. Esto mismo comenzará a hacer la danza moderna en sus primeras andaduras, hacer una lectura adaptada a las nuevas formas de pensamiento de esos arquetipos, tornándose más onírica que la danza clásica, la cual, en su modo de operar, de relatar sobre la escena, de una forma mucho más acorde a su época quizás, concuerda en mayor medida con el relato mítico.

Basándonos en la afirmación común de autores como Joseph Campbell, Mircea Eliade o Walter Burkert por ejemplo, de que el ser humano de cada tiempo reactualiza los arquetipos, podemos ver que los artistas de la danza moderna hicieron exactamente lo propio, pues a partir de las guerras mundiales, las ingenuas manifestaciones que pervivían todavía en la danza clásica sobre estos arquetipos, se habían quedado obsoletas para una situación tan alarmante. No obstante, desarrollaremos esto un poco más adelante.

Por otro lado, Levi-Strauss nos señala una característica de la música que es aplicable también a la danza, y es que la contemplación de una obra de arte escénica, así como al audición de una pieza musical poseen por virtud la característica de suprimir el tiempo […] pues […] mientras la escuchamos alcanzamos una suerte de inmortalidad.

Esto sucede porque el ser humano, al captar los lenguajes poéticos propios del espíritu con lo que según Lévi-Strauss funciona la mente, y que tanto Freud como Jung aseguran que proceden ya de tiempos ancestrales (reminiscencias arcaicas y arquetipos respectivamente), el espectador y oyente es capaz de entregarse a la fantasía. Al igual que en un rito, se sale psicológicamente de esta realidad para acudir a otra, in illo tempore.

Retornando de nuevo a los presupuestos de la danza moderna, así como también del expresionismo alemán, podemos asegurar que se hallaban muy cercanas a las ideas filosóficas de Nietzsche y también de la forma de pensamiento de la Grecia clásica. Los creadores de la primera mitad de siglo XX en adelante, se cansaron de mantener la compostura en medio de una sociedad que oprimía tanto a ellos mismos como a sus congéneres, que les obligaba a pesar de todo, desde hacía ya tiempo a vivir bajo el yugo de la imagen de ciudadano civilizado. Sin embargo, tras los horribles acontecimientos acaecidos durante la primera y la segunda guerras mundiales, en su frenético estado de alarma y de empatía por el pueblo que sufría tales atrocidades, se entregaron sobre la escena a estados más dionisíacos, más participativos del sentir que de la simple belleza de las formas.

En ese periodo, los instintos de la población retornaron a los primeros estadios de la especie humana, cuando el ser humano se sintió tan desprotegido ante los elementos. Los arquetipos emergieron del inconsciente con más fuerza que hasta entonces desde aquellas remotas épocas. Sin embargo esta vez, en lugar de ser convertidos en deidades fueron tratados y enfrentados por el arte desde las perspectivas de la psicología, aunque con un tratamiento mitológico igualmente, recordemos el caso de Martha Graham y el arquetipo de la Gran Madre. No debemos olvidar que tanto Mary Wigman como Martha Graham eran lectoras de las ideas de Jung. La danza osó a partir de entonces participar de la lucha del ser humano consigo mismo, con sus propios instintos y con sus propios miedos y miserias. Algo que Pina Bausch por ejemplo, al igual que otros tantos creadores de finales de siglo XX y comienzos del presente han mantenido.

Muchos son los creadores que desde entonces, han abordado sobre la escena el profundo drama esencial del ser humano, el drama de no encontrar su verdadero y definitivo lugar en la naturaleza, el drama de buscar respuestas inexistentes a preguntas que solamente él como animal racional se plantea. Y es precisamente a través de esta manifestación artística del movimiento, la cual habla el lenguaje propio del espíritu humano, que al representar ese sufrimiento (aspecto dionisíaco basado en la experiencia) es capaz tanto el artista como el espectador de descansar, de aquietar la mente por una suerte de participación contemplativa de lo que sucede en la escena. De este modo, al igual que en los ritos de la antigüedad, el ser humano deja de sentir esa soledad esencial que le caracteriza, y la escena se convierte por un momento en aquella caverna que clama al cosmos por ayuda, recibiéndola en forma de paz psicológica y reunión ontológica consigo mismo. Y es en esa paz, tras todo este procedimiento tan dionisíaco que Apolo se objetiva por fin: la luz al final del túnel. Esa soledad es combatida por la participación contemplativa, y esa participación es una catarsis, y la catarsis no es otra cosa que la muerte, la muerte simbólica del ego, del individuo razonador, permitiendo así al espíritu acceder al mundo mítico, al lugar in illo tempore.

Hemos visto a lo largo de este trabajo que durante las fiestas -antes sagradas, y casi completamente desacralizadas en el presente, al menos en los países en los cuales la presencia de la industria y la tecnología se manifiesta con mayor presencia-, el ser humano busca al igual que en las ceremonias y en los ritos una forma de escapar de esa monótono cotidianidad que le hace sentirse enclaustrado. Hemos visto también, sobre todo en las fiestas carnavalescas, que el ser humano acostrumbra a abandonarse a todo tipo de comportamientos licenciosos en cuanto tiene la ocasión de portar una máscara. Al fin y al cabo, a través de ella, un individuo pretende ser otro y no él mismo, unos instantes en los que el orden establecido, tan importante en la vida cotidiana deje de pesar sobre él como una losa.

Hemos tratado también cómo la propia danza puede constituir una poderosa máscara para huir del mundo material y acceder de este modo, al mundo sobrenatural. No obstante, ya hemos tratado a cerca de esta conclusión. De cualquier forma, y a propósito del concepto máscara, hemos llegado también a la conclusión de que la propia fiesta es una máscara. Un esfuerzo del propio ser humano por enmascarar la vida cotidiana, celebrando de alguna manera los aconteceres que le marcan su vida: el declinar de la luz en Samhain para lo celtas por ejemplo, el reverdecer de los campos al comienzo de la primavera, la cosecha al final del periodo estival, etc., y en todas ellas no ha faltado nunca la danza, pues como hemos dicho ya, el ser humano posee ese componente emocional que cuando se despierta, le empuja al movimiento.

En cierto momento nos hemos detenido a hacer un breve recorrido por el desarrollo de la danza clásica, cómo desde sus comienzos en los salones de las cortes fue evolucionando hacia lo que conocemos hoy con el nombre de Ballet Clásico. Todo este recorrido con el objetivo de poder llegar a ver, al menos de la forma más breve posible el gusto y la forma de pensamiento de cada época hasta llegar al siglo XX, en donde el ser humano perpetró la peor de las barbaries contra sí mismo: las guerras mundiales. Una gran cantidad de bailarines y creadores, para esta época, habían tratado ya de romper con el lenguaje clásico. Recordemos a Isadora Duncan, quien danzaba siempre descalza y con el pelo suelto, en una especie de entrega dionisíaca a su propio sentir sobre la escena. O a Ruth Saint- Denis y a su compañero Ted Shawn, que aunque constituyeron grandes e importantísimos esfuerzos por liberar a la danza del academicismo canónico de la danza clásica, la verdadera ruptura llegaría de la mano de los discípulos de la Denishawn: Martha Graham, Doris Humphrey y Charles Weidman entre otros, siendo estos los más importantes pioneros de la danza moderna americana. Con ellos, al igual que con Mary Wigman o Kurt Jooss en Europa, la danza retornó a sus verdaderas raíces ontológicas, pues sus piezas arremetían ya contra los problemas que acuciaban al ser humano de su tiempo. Todos, cada uno a su modo y estilo particulares, denunciaron sobre la escena la desigualdad, la explotación, lo crímenes fraticidas que llegaron a perpetrarse en las grandes guerras o el racismo por ejemplo, retornado a un modo de danza muchos más orgánico, y con un vocabulario más rico, esencial y propio de su tiempo que la pantomima de la danza clásica, pues esta, en su eterna búsqueda de la belleza ideal de las formas, no hallaba lugar en el epicentro de la catástrofe, y todo ello a pesar de los grandes avances que había supuesto para este estilo los Ballet Rusos. La danza clásica no tardaría en repuntar, y dejarnos como herencia en el suceder de su recorrido histórico a Maurice Béjart, quien llevó a este tipo de danza a una de sus formas más contemporáneas de expresión, constituyendo uno de los mayores logros conseguidos en cuanto al uso inteligente de la técnica, sin que por ello, el mensaje ontológico se viese afectado por el academicismo. El desarrollo de un intento, que como hemos dicho ya, había comenzado con los Ballets Rusos.

Resulta verdaderamente revelador que esto lo haya conseguido una persona como Maurice Béjart, quien siempre vio la danza como una auténtica actividad de trasfondo religioso, y quien nunca dejó de buscar la presencia de lo divino en su vida.

Así como Béjart resulta la herencia de la danza clásica, Pina Bausch desciende del expresionismo alemán. De ahí procede esa trabajo suyo tan característico, tan dado a viajar por las realidades interiores del ser humano, allí donde las penas, las miserias y la soledad se han arraigado más profundamente, desde las cuales, pueden a su vez vislumbrarse sus más grandes esperanzas. Recordemos en este momento lo anteriormente dicho: Dionisos objetiva a Apolo, pues la paz que se genera tras enfrentarse a las sombras, significan el sufrimiento del proceso vital, y ahí radicaba el trabajo de Bausch.

Por todo esto podemos concluir que: la danza mantiene a día de hoy la sacralidad y la función ontológica que tuvo en sus orígenes. No solamente porque ha transportado al ser humano al mundo de lo divino tanto en el pasado como a día de hoy, en los cultos que perviven con la costumbre de danzar en los ritos, sino porque aún en el presente, en las sociedades más avanzadas industrialmente, cuando casi todo el componente religioso se manifiesta con escasa intensidad o de forma completamente nula en la mayor parte de la población, es capaz, a partir de un lenguaje poético y filosófico, y a través de imágenes arquetípicas actualizadas, de mantener las mismas funciones que antaño, en los comienzos de la humanidad: permitir al ser humano dejar de sentir esa terrible soledad, que su intelecto durmiese y que, aunque sea por un solo instante, que dejara de buscar respuestas que a día de hoy, milenios más adelante, todavía no ha hallado. Todo un soliloquio con su propio espíritu.